¿Quién me habría dicho a mí hace unos meses que conocería a mi ángel guardián? Apareció sin avisar, sin saber dónde se estaba metiendo ni la encrucijada en la que se encontraba mi vida en ese momento. En el momento en que creí haber perdido la esperanza, cuando ya ni yo misma me reconocía en el espejo, llegó, me tendió una mano y me ayudó a levantarme del suelo.
No es fácil describir la sensación que te recorre cuando conoces a un ángel, quizás porque, al no ser de este mundo, no puedes describirla con las palabras que conoces, y todo lo que digas sonará a poco. Después se sorprende de las cosas que hago o digo con tal de intentar que sea feliz, pero no se da cuenta de lo mucho que ha influido en mi vida. Aún no estoy muy segura de cuándo una casualidad se convirtió en algo tan especial e importante, pero me alegro de cada minuto compartido.
El problema de los ángeles es que no saben que lo son: han vivido toda su vida en un mundo corrupto y lleno de injusticia, y se esconden bajo capas de humanidad que escondan lo que verdaderamente son; por eso, un ángel no se reconoce a simple vista, hace falta tiempo y paciencia para hacer un pequeño hueco entre todas esas capas y así llegar a vislumbrar un atisbo de lo que esconden.
Como no notan el peso de las alas en su espalda, no creen que lo sean, por eso intento hacérselo ver cada día; y por eso también, sé que no dejaré de intentarlo pase el tiempo que pase, porque no todos los días encuentras a tu ángel guardián, y jamás podría perder a un ángel: tanto si falla como si no, sé que estaré aquí, a su lado, siempre que me necesite.
Nunca podré expresar bien lo mucho que significa para mí, pero espero que pueda hacerse una idea con el paso del tiempo y que entienda al menos parte de ello, porque seguiré aquí, al pie del cañón, siempre.
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