Esta noche me asomé a mi terraza cigarro en mano, como siempre. Me sorprendí al ver la niebla, tan espesa, tan abundante, tan fresca... siempre me han gustado los días de niebla, quizás porque no los veo a menudo, o quizás porque relaciono con ellos mis emociones: cuanto más espesa es la niebla, menos cosas puedes ver. las formas se van difuminando poco a poco, y solo puedes ver los puntos de luz más brillantes, a veces ni siquiera eso.
La niebla lo tapa todo y te da una extraña sensación de seguridad, como que nada ni nadie puede tocarte porque no pueden verte. A veces resulta solitario y asusta no ver a nadie cerca, pero también te protege de todo lo que amenaza con hacerte daño. En mí reina siempre un estado neblinoso que muchas veces no me permite avanzar, y aún cuando puedo, hay siempre algún obstáculo en el camino que se interpone, obligándome a buscar otra salida.
Lo peor es cuando es tan intensa que ni siquiera alcanzo a ver mis propias manos: la sensación de impotencia es abrumadora, aunque, con el tiempo, terminas acostumbrándote a quedarte quieto o a moverte con tanta precaución que cada paso es un riesgo. Simplemente esperas que aparezca una luz que brille ten fuerte que te permita avanzar lo suficiente para saber a dónde te diriges, pero, al final, esa luz termina desapareciendo, mientras que la niebla sigue ahí, y no existe luz lo suficientemente potente como para hacer que desaparezca para siempre.
Creo que veo la niebla como un escudo, como un escudo que utilizo para esconder lo que no quiero que otros vean, lo que no me atrevo a mostrar y lo que tengo miedo de enseñar. Al igual que la noche es el momento en el que sale a relucir lo que de verdad somos y lo que pensamos, la niebla es lo que nos permite ocultar lo que no queremos que nadie sepa.
La luz siempre ilumina el camino y nos permite ver lo que nos espera más adelante, por eso la mayoría andamos en un mundo de tinieblas: porque no encontramos una luz con la fuerza necesaria para difuminarlas.
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